Es una escultura y no tiene nada de escultural, frágil, ligeramente sostenida por el gorro de una bellota, con su mástil enterrado en semillas que de una caricia se desparramarían por el suelo.

Y su vela, ¿qué me decís de su vela? Una luna nacida de la Tierra, con el color del nácar y la fragilidad de un segundo.

Ahí está nuestra veleta barco, navegando el tiempo, sostenida, frágil pero atenta y deseosa de emprender un viaje. Delicada y quieta aunque parece que oculta el movimiento, quizá esté en su deseo visible de ser barco, de ser veleta, de ser vuelo y ese deseo se escucha como los que soplan los niños en sus cumpleaños.

Ojalá todas las esculturas de las plazas, esas que sostienen caballos y militares, fueran como ésta, ojalá pudiéramos contemplarlas un momento, esa fragilidad ensalzada, presente solo mientras no haya viento porque el viento se la llevaría, como las velas y los deseos de los niños.

 

Gracias a Esther Febrer por ser la artífice de esta vela veleta.